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compañeros, y ellos no recibían información acerca de cuánto
tiempo de reclusión les quedaba. Otro motivo de zozobra era la
preocupación por el trabajo que habían dejado y por el futuro de
ellos y de sus familias. Finalmente, no faltaban los que pensaban
que su larga estadía en el sanatorio era solo la antesala de la
muerte.
La subcultura de los sanatorios
En referencia al desenvolvimiento de la vida diaria y relaciones
entre los pacientes internados en los sanatorios, Rothman
ha descrito una “Subcultura de los Sanatorios” (28), algunas
de cuyas notas salientes son las siguientes: Un conjunto de
individuos unidos viviendo lo que consideraban “el mundo real”
del Sanatorio, interesados por los minúsculos detalles de ese
submundo, con pérdida progresiva del interés en lo que sucede
afuera. Este fenómeno se retrata muy bien en” La Montaña
Mágica”, donde los enfermos se consideran a sí mismos una
casta especial, “los de arriba”, cuyos pensamientos y actitudes
no pueden ser comprendidos por los individuos que viven la
rutina de las ciudades, “los de allá abajo”.
Otro carácter de la subcultura era la progresiva desaparición
de la propiedad privada, en que los pacientes se facilitaban e
intercambiaban ropa y enseres, hasta llegarse muchas veces a
una situación en que cada uno usaba lo que le parecía en un
momento dado.
Las relaciones entre hombres y mujeres estaban formalmente
prohibidas por los reglamentos, y tanto la distribución espacial
de los sectores como la disciplina reforzaba la separación
entre enfermos de sexo opuesto. Sin embargo, era frecuente
el establecimiento de relaciones románticas y los encuentros
sexuales clandestinos. Entre los factores que constituían un
estímulo adicional para estas actividades se mencionan el
aburrimiento, la sensación de soledad, la necesidad de afirmar la
individualidad en un medio despersonalizante –en que muchas
veces los pacientes eran identificados solo por el número de
su habitación o de su cama (29)– y también como un intento
de afirmar su integridad física frente al deterioro causado por
la enfermedad; al respecto, Rothman cita a un ex paciente
que opinaba que, “en los casos en que el amor es exitoso, creo
sinceramente que es más benéfico que dañino para recuperarse
de la enfermedad”.
El transcurrir de los días en los sanatorios estaba marcado por
la constante presencia de la muerte. Esto se manifestaba en
detalles como la pregunta al ingreso acerca de a quién debería
avisarse en caso de deceso, el recordar iterativamente a los
pacientes fallecidos en las conversaciones habituales, y el llevar
a los compañeros nuevos a conocer el cementerio cercano. Pese
al empeño de las autoridades de los sanatorios en que un óbito
pasara lomenos advertido posible, el correo informal diseminaba
la noticia y se producía un estado de tensión entre el personal
y los pacientes, algunos de estos últimos se desanimaban y
forjaban la decisión de abandonar el establecimiento, o de
no cumplir las reglas (“¿por qué morir sin haber vivido?”), o la
angustia de ocupar la habitación de un fallecido.
Declinación de los sanatorios
Siendo la tuberculosis una enfermedad muy prevalente, su
letalidad venía disminuyendo desde el siglo XIX en Estados
Unidos y Europa, lo que se ha atribuido a una mejora de
las condiciones socioeconómicas, y posteriormente a la
incorporación de mejores medidas de salud pública para la
pesquisa y aislamiento de los enfermos, el desarrollo de las
terapias de colapso pulmonar (neumotórax, neumoperitoneo,
toracoplastia, etc.) y de la cirugía resectiva pulmonar.
El advenimiento de la quimioterapia marcó un vuelco decisivo
en el tratamiento y el pronóstico de la tuberculosis. En 1944
se introdujo el antibiótico estreptomicina, en 1945 el ácido
paraaminosalicílico y en 1952 la isoniazida.
Así, a mediados del siglo XX se asistía a una menor mortalidad de
las formas más graves de la tuberculosis, a la posibilidad de tratar
efectivamente a los pacientes menos graves con medicamentos
en el seno mismo de sus comunidades, sin necesidad de
prolongada reclusión en sitios alejados. Los tratamientos más
agresivos de los pulmones más lesionados fueron derivando
de la colapsoterapia a la resección quirúrgica, intervención
que debía practicarse en hospitales de mayor complejidad
y costo, dotados de servicios e instrumental especializado,
equipos médico-quirúrgicos y mayor número de profesionales
especializados en áreas complementarias, como anestesia,
recuperación y banco de sangre.
Los sanatorios, enfrentados a un menor índice ocupacional y
a una disminución de los días de estada, se vieron abocados a
transformarse en hospitales de mayor complejidad, inversión
que en la mayoría no podía afrontarse. Una segunda solución fue
el cierre de muchos establecimientos; otros se transformaron en
centros psiquiátricos o geriátricos, prisiones u hoteles.
Edward Trudeau murió de tuberculosis en 1915. Después
de su muerte, el Cottage Sanitorium pasó a llamarse Trudeau
Sanatorium. Finalmente cerró sus puertas en 1954.
En el caso de Davos, solo algunos sanatorios retuvieron su
carácter de instituciones de salud, reorientando su función al
estudio y tratamiento de afecciones alérgicas o dermatológicas.
Los otros establecimientos se transformaron gradualmente en
hoteles de lujo y Davos pasó a ser un sitio de recreación,
[REV. MED. CLIN. CONDES - 2015; 26(3) 409-418]