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INTRODUCCIón

La Diabetes Mellitus (DM) ha llegado a ser uno de los principales

problemas de salud debido a su creciente prevalencia, su

contribución al desarrollo de patologías vasculares crónicas y a

su elevada mortalidad (1, 2).

El tratamiento de la DM tiene como objetivos asegurar al

paciente una buena calidad de vida, disminuir el riesgo

de complicaciones específicas (retinopatía, nefropatía,

neuropatía) y de eventos cardiovasculares (CV) que son

su principal causa de mortalidad. Hay consenso que,

para lograrlo, se requiere un enfrentamiento terapéutico

multifactorial con control de la hiperglicemia, y de otros

factores de riesgo CV, habitualmente presentes en las

personas con DM (3). Sin embargo, la piedra angular del

manejo de la DM es el control glicémico (4). Es la herramienta

terapéutica más eficaz para reducir el riesgo de desarrollo

y/o progresión de la enfermedad microvascular (5), y, si

bien el impacto en las complicaciones macrovasculares

sigue siendo un tema de debate, un metaanálisis de varios

ensayos clínicos prospectivos y controlados muestra que el

mejor control metabólico

per sé

se asocia con la reducción

de la incidencia de eventos CV (6).

Hasta el año 1920, en que se descubrió la insulina, no se

disponía de fármacos para el manejo de la hiperglicemia

(7). En los años 50 se incorporaron las sulfonilureas (SU)

y la metformina (MF), y por casi 50 años estas 3 clases de

drogas fueron las únicas disponibles para el tratamiento

de la DM. En 1995 se agregan los inhibidores de las alfa

glucosidasas, que enlentecen la absorción de glucosa a

nivel intestinal. Poco después las tiazolidinedionas (TZD)

con su efecto insulinosensibilizador y las meglitinidas

con su acción secretora prandial (8). Hasta entonces

para el tratamiento de la DM2 se contaba con fármacos

que actuaban estimulando la secreción de insulina o

mejorando su sensibilidad en los tejidos, corrigiendo así

lo que se consideraba eran los dos principales mecanismos

patogénicos de esta enfermedad: disfunción de la célula

β

y resistencia a la insulina (RI) en tejido hepático, adiposo y

muscular (7, 8).

En la década del 2000, De Fronzo describe al “octeto

ominoso” (9), para referirse a los múltiples y complejos

mecanismos patogénicos de la DM2. A la RI y falla de

secreción

β

insular se agregan otras alteraciones y órganos

involucrados en su patogenia como la disminución del

efecto de las incretinas intestinales, el aumento de la

producción de glucagón por las células

α

, la disfunción

de neurotransmisores a nivel cerebral y el aumento de la

reabsorción de glucosa renal (9). Este mayor conocimiento

de la fisiopatología de la DM2 da origen al desarrollo de

nuevos fármacos con novedosos mecanismos de acción.

Primero aparecen preparados con efecto incretina que se

dividen en agonistas del péptido similar al glucagón tipo

1 (AR-GLP1) introducidos para el uso clínico en el año

2005 y los inhibidores de la dipeptidil peptidasa 4 (IDPP4),

disponibles desde el 2006. Recientemente se agregan los

inhibidores de los cotransportadores de sodio-glucosa

tipo 2 (ISGLT2), que focalizan su acción hipoglicemiante

a nivel renal. También se cuenta con fármacos agonistas

de dopamina, con mecanismos de acción central aún no

bien definidos (10) y análogos de amilina, que disminuyen

la secreción de glucagón post prandial (pp) y modulan el

vaciamiento gástrico (VG). Estos últimos son raramente

usados en la práctica clínica y tienen modesto efecto en

la hemoglobina glicosilada A1c (HbA1c) (10). La creciente

disponibilidad de antidiabéticos para el manejo de la DM2

permite en la actualidad variadas opciones para lograr los

objetivos glicémicos y elegir la terapia que mejor se ajuste

a las características individuales de cada paciente. En esta

revisión se analizarán los dos grupos de fármacos con efecto

incretina, los agonistas del receptor de GLP-1 e inhibidores

de DPP4 y el nuevo grupo de glucosúricos, los inhibidores de

SGLT2, con foco en sus mecanismos de acción, efectividad y

seguridad terapéutica.

I. Fármacos con efecto incretina

El efecto incretina

Las hormonas incretinas son péptidos liberados en el

intestino en respuesta a la presencia de nutrientes en

el lumen intestinal (11). El efecto incretina, como se

denomina a la acción de estas hormonas, forma parte del

eje enteroinsular de la homeostasis de la glucosa y se estima

que es responsable del 50% al 70% de la secreción de

insulina (12). Fue descrito al observar que la administración

de glucosa oral se asocia con un aumento mucho mayor

en los niveles plasmáticos de insulina en comparación

con la respuesta secretora pancreática que se obtiene con

cantidades equivalentes de glucosa administrada por vía

endovenosa (13).

Las principales incretinas son el péptido similar al

glucagón-1 (GLP-1

glucagon-like peptide

1) y el

péptido insulinotrópico dependiente de glucosa (GIP

glucose-dependent insulinotropic peptide

) (11). El GLP-1 es

producido por las células enteroendocrinas de las células

L del íleon distal y colon y el GIP es elaborado por las

células K del duodeno y el yeyuno. Ambas hormonas son

rápidamente liberadas después de la ingesta, al parecer

bajo control neural, y estimulan la producción de insulina

en las células

β

pancreáticas de una manera dependiente

de la glucosa. Además, GLP-1 disminuye la secreción de

[REV. MED. CLIN. CONDES - 2016; 27(2) 235-256]